Las lluvias

 
  
 
  Ha venido la lluvia de verano como un regalo de los dioses. Hay quien a eso le llama mal tiempo, posiblemente no por las condiciones climáticas sino porque en esos instantes uno debe enfrentarse a la soledad y consigo mismo desarmado. Cuando sale el sol, apuramos la agenda con compromisos sospechosos que nos invitan a pasar por la vida cumpliendo ritos sociales vacíos, nos encontramos en la calle con conocidos, nos reunimos a beber en las terrazas, podemos bañarnos en las piscinas, urdir en el vocinglero devenir de las horas una trama que se sustenta en una fragilidad que nunca miramos a la cara. Lo mismo sucede con el territorio de la noche. Hay noctámbulos empedernidos a los que si los sacas de las copas y los bares se encontrarán en un territorio hostil y con un tiempo lento en el que no sabrán qué hacer. Uno ama las lluvias como ama las islas remotas. La frase “escucho como quien oye llover” es una falacia: pocos sonidos hay más hermosos que el de la lluvia golpeando las lajas de una plaza, el capó de un coche, el periódico abandonado en el suelo. La lluvia tiene su música como una melodía de jazz. La eternidad debiera ser un territorio de lluvias permanentes, de vagabundeos desnortados, de errantes paseos hacia ningún lugar. Bajo la lluvia es más difícil el amor y la amistad, más reconcentrada la lectura, más espesa la urdimbre de la vida. Cuando llueve hay quien pega el rostro al cristal de la ventana maldiciendo el tiempo infernal y aguarda el sol que le permita continuar con lo de siempre, los rituales de la apariencia; hay otros, y entre ellos me incluyo, que miramos caer la lluvia con sorprendido gozo y entendemos que el fluir del tiempo es así, a veces remansado como una llovizna otoñal, a veces torrencial como un chaparrón veraniego. Ha venido una lluvia impropia de la estación y nos insta a comprender la fragilidad sobre la que está sustentada nuestra felicidad que puede encapotarse con una nube con la que no contábamos. Hay que estar siempre dispuesto para lo imprevisto. En realidad, uno recuerda mejor las hermosas escenas de las películas en las que la lluvia era una presencia ominosa, acaso falsa, pero que imponía un ritmo diferente al argumento ya escrito. El verano se ha quedado de pronto en suspenso detrás de la lluvia y o miramos el cielo solicitando el regreso del sol o bien nos atenemos al rigor de un clima que nos trae ese don distinto en el que uno se encuentra a sí mismo desnudo de toda adherencia de improbable felicidad. Quizá los que amamos la lluvia y los mares bravos y los cementerios seamos unos tipos raros y un tanto sospechosos que nunca estamos de acuerdo con lo que poseemos y anhelamos cosas distintas: veranos de aguaceros interminables, súbitos chaparrones que obliguen a la gente a escapar de las terrazas donde consumían cubalibres y amparados dentro del bar contemplan como en las sillas permanecen sus sombras que en el fondo son ellos mismos, su propia realidad, personas que se dejan mojar por la lluvia, la misma lluvia que los hizo felices en la infancia y de la que ahora recelan, adultos perdidos para siempre.  
 
  
 
     
 
  
 
 
JANO, 2005