Los bares del metro

Allí están, a todas horas, cada vez que pasas, en cualquier línea que cojas: da lo mismo que sean estaciones del centro que del extrarradio: acostumbrado a verlos siempre, apenas reparas en ellos hasta que un día decides que tomar el metro no es tan urgente cómo adivinar por qué están allí, quiénes son, qué vida los condujo hasta aquel preciso lugar: los bares tristes de las estaciones del metro. Los miras desde fuera y te parecen personas abatidas, personas como venidas de otros mundos o que no aceptan la vida tal como nosotros solemos aceptarla, con sus códigos, sus costumbres, su lenguaje. Parecen siempre al margen, como personajes de una novela de Céline. Desastrados, solitarios, hipocondríacos, acodados en la barra de los bares consumen alcohol: ginebra matutina a la que añaden algún bollo, aguardiente, cerveza, coñac. Como si detestaran la vida y quisieran abandonarla urgentemente o como si detestaran las normas que otros les imponen para vivirla. Seres que uno sólo creía que existían en películas o en la ficción, allí están, en silencio, como si la barra del bar fuera un burladero y la corrida de la existencia les importara un carajo. Que se maten otros, parecen decir, con sus prisas, sus compromisos, sus agendas, sus productividades: yo me quedo aquí, al margen de la corriente, viendo cómo se van agobiando cada día los miles de personas que suben al metro y recorren los andenes con prisa desquiciada. Hombres reconcentrados y sin dientes, enjutos, de barba atrasada que encienden parsimoniosamente un cigarrillo, aspiran el humo, beben el primer trago y parecen lamentar (que quizá no sea sino una forma de agradecimiento) el hecho de estar vivos. Mujeres esqueléticas o pasadas de kilos que cuentan sus historias, exhiben vestidos de segunda mano y no conciben que la vida pueda suceder a sus espaldas, donde nos amontonamos nosotros que pasamos de largo sin reparar en ellas. A veces conviene detenerse y mirarlos, tratar de comprender por qué están allí, qué otro modo de entender la existencia poseen, qué piensan de las ocupaciones que habitualmente a los demás nos agobian. Miran los anaqueles de las botellas y aunque se detienen cada día en el mismo bar, no intiman con los camareros: estos les sirven las bebidas habituales, bebidas fuertes, bebidas narcóticas, bebidas que los sumerjan en el olvido y exhiben sus manos delgadas con venas azules por donde la vida transcurre mezclada con alcohol. Uno no debería pasar de largo por estos lugares, no debería desentenderse de estas biografías sedentarias, de esos hombres y mujeres que no sueñan con ir de vacaciones a ningún país exótico ni consumir vinos caros ni vestir ropa de marca: ahí están, quietos, bebiendo la vida en copas de coñac, soñando tal vez un pasado en el que fueron felices si es que no lo son ahora, mientras consumen alcoholes turbios y nos dan la espalda a los que nos ajetreamos en una sinrazón de horarios impuestos. ¿De qué lado estará la vida, la verdad, la ternura? Yo sospecho que del suyo, sospecho que nos gustaría detenernos en la barra, pagarles una copa, mirarlos, decirles que sin ellos la vida es un enloquecido viaje en metro sin destino.

   
JANO, 2004