Domingos

Los domingos tienen siempre una luz invisible, una especie de ausencia perezosa, un estigma que no nos permite orientarnos en su geografía. Los domingos, la vida o el mundo parecen detenerse y anticipan las miserias de una jubilación imprevista, para la que no se está preparado y, ese día inaugural de ocio, uno permanece en cama sin decidirse a levantarse, como si al otro lado de la puerta lo esperara un enemigo insaciable y cruel. Los domingos tienen músculos de gato, una mortaja apenas visible, como si sólo mereciese la pena salir a la calle y adentrarse en los cementerios entre flores de plástico y cipreses sombríos. En el domingo uno no proyecta el amor y es incapaz apenas de abrir el libro que ha estado leyendo durante la semana, como si las páginas se borrasen el sábado a medianoche y no reapareciesen las letras hasta el amanecer del lunes siguiente. Acaso los domingos sean barcas atracadas en un muelle, barcas vacías en las que nadie repara. Uno se viste, sale a la calle pero no sabe orientarse, la prudencia le desaconseja proseguir con los ritos del resto de la semana porque en las aceras hay gente que no son los habitantes habituales y en los bares los clientes parecen sombras; sentado a la mesa con un café que no sabe como el de los miércoles, abrimos los periódicos para certificar la fecha del diario pero las noticias se cargan de un sinsentido traidor, con crónicas que uno no termina de creerse del todo, como si fuesen simples coartadas cómplices para hacernos pensar que todo sigue igual que el viernes. Pero intuimos entre líneas el truco del ilusionista y sólo nos queda el consuelo de no pensar demasiado en su impericia y continuar asistiendo al mediocre espectáculo o bien decidir que no merece la pena resignarse a las burdas maneras de ese aprendiz que nos aburre. Los domingos tienen algo de poeta francés, un eco de Verlaine, por ejemplo, o el sabor de un ausencia inesperada que nos hiere por sorpresa, como suele suceder con todo en la vida. A las islas los náufragos arriban los domingos, domingos tristes que ya no huelen a cines baratos ni a almendras garrapiñadas ni a pipas peladas con hastío de western, tal vez porque los domingos no son un tiempo sino una deserción, un anticipo de la vejez en la que uno sólo reclama la supervivencia, sin más aventuras: la levedad de un ir tirando como buenamente pueda, a ser posible sin alifafes excesivos ni júbilos desmesurados. Los domingos uno continúa pegando la oreja a una radio inexistente y celebra los goles de futbolistas que se retiraron años atrás por los rumbos de un laberinto. Quizá el paraíso artificial de la infancia cuelgue de un alero perdido en uno de esos días que se quedaron fuera de los calendarios, innominados, estériles, vacíos como los ojos de una calavera. Después se acuesta con la sensación de haber dilapidado otro domingo más de su vida y aguarda un lunes reparador y milagroso, como el náufrago desea arribar a cualquier isla aunque esa isla tenga el siniestro nombre de un domingo.

   
JANO, 2004