Las medicinas

Uno puede medir el tiempo de distintas maneras. Cada cual tiene su forma de ser consciente de la rapidez con la que transcurren los días fugitivos de una existencia: hay quien cuenta las navidades que transcurren, los veranos que se han quedado amontonados en el ayer, el óxido de las fotografías añejas, las esquelas de los conocidos, la antigua novia que tiene hoy hijas casadas que se le parecen peligrosamente, el insidioso destino de los espejos o los bigotitos franquistas, tan siniestros como apariciones cadavéricas. Envejecemos así porque vemos envejecer a todos a nuestro alrededor, porque los deportistas cuyas hazañas seguimos un día son ahora barrigudos fantasmas y porque ya no tenemos ganas de tantas cosas que un día compusieron el perfil de nuestra esperanza. Envejecemos en el mal doblaje de las películas de Cary Grant y cuando es Phelps quien gana en la piscina y no Mark Spitz. El Dustin Hoffman que vimos aparecer como una estrella es ahora un sexagenario que se llevó con él parte de nuestra juventud. Lennon es un cadáver. De Raquel Welch hace tiempo que no sabemos nada. Van cayendo los mitos y vamos cayendo con ellos, con el planeta que languidece, con las especies que se exterminan. Cada día entendemos menos de lo que sucede a nuestro alrededor, más ajenos a un mundo en el que no participamos activamente y a cuya representación asistimos resignados, como si aquello no fuera ya con nosotros, como si hubiera pasado el tiempo del heroísmo o de la resistencia. La vida nos suministra así hitos para medir ese transcurso de un tiempo irrevocable, tan fatal como un golpe de guillotina. A mí particularmente nada me hace implicarme de forma tan salvaje en ese alud de tiempo transcurrido como los medicamentos. Cuando uno es joven tiene al alcance de la mano aspirina y poco más: fármaco universal y polivalente, lo mismo te aplacaba una resaca que te aliviaba el ánimo, mandaba al carajo una gripe o te daba ánimos para un contratiempo leve. Después ya no servía para los contratiempos leves ni las gripes ni la hipocondría y terminabas por acudir a alguien que lo que te recetaba era un ludiomil porque ya no eras el tipo animoso de unos años atrás y las pequeñas guerras de la vida había que enfrentarlas con dopaje, que a pelo no sobrevivía ni dios. En la alacena de los medicamentos empezaron a aparecer productos para todo, contra todos los males que ya nos invaden y a los que no podemos oponernos a calzón quitado. Para el cabello que cae, los ardores de estómago, para los gases, el reflujo, los calores, la hipertensión, la melancolía, los dolores de espalda y hasta la inapetencia sexual. Cada día la existencia te hace un nuevo agujerito en el cuerpo o en el alma, a saber, y un médico te obliga a tomar un nuevo medicamento y ya cada comida, tres veces al día, es sólo una mezcla de alimentos para poder ingerir las medicinas necesarias. Comes para medicarte. Porque si no te medicas la vida te hace un nuevo roto y a ver quién es el guapo. Y un día te encuentras con el sintrom, al lado de pastillas para la flatulencia y cosas así y ahí mismo la cagaste.

   
JANO, 2004