Libros

Uno amontona libros a lo largo de su vida con una especie de fascinación fetichista. Van llenando la casa como invitados imprevistos, reclamando poco a poco su espacio, usurpando el lugar que le habíamos dedicado a otros objetos. El sitio que les reservamos al principio se multiplica y llega un instante en que tienes que arrinconar, por fin, el insufrible florero que te regalaron un día, la fotografía de la adolescencia que detestabas, la lámpara que no usas. Como un cuerpo multiforme, los volúmenes se van amontonando y si al principio todo tenía un orden lógico y estético y procurabas ordenar el tesoro por autores o países o géneros, al final desistes y los colocas un poco al azar, algunos en sentido vertical, otros horizontales y cuando te das cuenta tienes delante de ti un caos perfecto con oxímoron incluido. Todos coleccionamos algo. Siempre es mejor coleccionar libros que fotografías de veranos con las que asaltamos a quienes nos visitan y que perpetúan un ayer tan cercano que ya tiene sobre sí la lápida irremediable de lo perdido. Las fotografías o las cachimbas o las vitolas de puros se les pueden mostrar a un visitante cualquiera: no es necesario que sepan valorar el género; se enseñan por vanagloria, con un algo de inelegante jactancia. Los libros no: los libros son bienes que uno sabe que sólo puede compartir con los adictos, de la misma forma que uno debe saber a quién puede ofrecerle una buena botella de vino cuando viene a casa. Es cuestión de complicidad. A veces, mirando el montón de libros que hemos adquirido en todas las librerías que visitamos, nos preguntamos si no habremos perdido el tiempo y el dinero acumulando tantas páginas impresas. Porque quien colecciona libros busca la pieza por un instinto que lo trasciende, en cualquier ciudad que visite, en cualquier librería que halle en su camino. Es imposible resistirse, aun sabiendo en ocasiones que ese libro que acabamos de adquirir no vamos a abrirlo nunca pero pensamos que quizá le interese a algún amigo nuestro. Y cuando contemplamos esa cantidad de volúmenes almacenados y empezamos a considerar la posibilidad de que acaso nos hayamos extralimitado con tanta adquisición y tanto dinero que bien podíamos haber empleado, por ejemplo, en comprar unos marcos para las infumables fotografías de juventud, recordamos que los libros no son cadáveres, que tienen su propio latido, su propia vida que viene muchas veces de antes de nosotros y se prolongará más allá, porque entre ese montón de volúmenes, hay algunos, lo sabemos con certeza, que van a reclamarnos un día, libros que por lo general ya hemos leído pero que, pasado el tiempo, se nos vuelven a ofrecer con toda su emoción intacta, libros que reclaman precisamente nuestra mano, la misma mano que los acarició en aquella librería de viejo, aquella tarde tan aburrida de lluvia, cuando no sabíamos qué hacer y en vez de sentarnos tranquilamente a tomar una cerveza, entramos en la librería de aspecto tan triste y que olía a tinta, donde nos aguardaba, precisamente a nosotros, aquel libro que ahora mismo nos reclama.

   
JANO, 2004