Antes y después

Tiempo de descrédito, tiempo de pactos, tiempo de silencio para muchos, la vejez es, debiera ser, sin embargo, la playa tranquila que nos recibiera después de una larga travesía de despropósitos. Como en la leyenda, en el mito y en la ficción, atrás quedó el territorio nutricio de la infancia del que partimos para una aventura desconocida: quedó a nuestra espalda el hogar acogedor, la niñez ensimismada, la juventud altiva, la madurez incierta: atrás quedaron Circes y Calypsos, las costas traidoras de Scylla y Caribdis, las tormentas que flagelaron un viaje del que, si la vida nos fue propicia, deberíamos regresar a Itaca, a su inquebrantable paz inexistente, más sabios y más desarraigados, como en un poema de Cavafis. Que ese viaje azaroso se haya cumplido o no, quizá no sea lo más importante. Si ese destino soñado no hemos podido conseguirlo, tal vez hayamos dejado por el camino cosas que a la larga nos enriquecieron. Desde los ojos de una vejez marchita, acaso todos los amores fueron igual de importantes: el frágil y efímero de la niñez, el convulso y eterno amor que dura unos meses de la juventud, el prolongado de una madurez que posiblemente no nos haya traído la felicidad pero que ha dado un nuevo nombre a nuestra patria, a nuestro territorio. Travesía que surge de la nada para llevarnos a ningún lugar o a un lugar desconocido por la cartografía, si la vida fuese justa (y a veces se cumple el milagro de que lo sea), uno debería arribar a su destino ignoto como los antiguos héroes legendarios: hambriento, con los cabellos sucios, con los harapos de la adversidad, con la mirada un poco más triste pero con el corazón templado de los supervivientes. De regreso, uno podría amontonar los tesoros de la memoria, repasar en calma su pasado, establecer que fue aquella luna de septiembre la misma luna de todos los años venideros, que los dioses que descubrimos sin saber que existían eran los dioses que nos protegieron desde entonces, que en el primer beso estaban contenidos todos los besos ulteriores y en la primera traición todas las traiciones que la siguieron. Habría también un libro en el que estuviesen contenidos todos los libros que leímos después y en alguna de sus páginas alguien había establecido por nosotros el futuro que arrostraríamos a partir de aquel momento. Incluso en lo incumplido hallamos la ternura necesaria para vivir, para defendernos con uñas y dientes del desafecto y de la melancolía, porque cualquier existencia contiene un instante, un solo instante breve pero tocado por un voluntarioso destino de eternidad, en el que descubrimos quiénes somos, quiénes seremos ya para siempre. Recodo final la vejez donde uno se siente acompañado incluso por los que ya no están a nuestro lado. El olvido que tantas veces nos hace fuertes repara en ocasiones los episodios que tiñeron de dolor los días que ahora, tan lejanos, se nos antojan sutiles como una telaraña. Porque quizá también las cicatrices establecieron los límites de nuestra felicidad, porque en la memoria amontonada todo ha servido para hacernos, para construirnos. Decantamos las viejas experiencias con la imparcialidad que nos da el tiempo vivido; posiblemente, las desventuras que un día nos hicieron pensar que la existencia de un ser humano era una infelicidad dictada por dioses crueles, se hayan transformado ahora, cuando ya todo adquiere un valor relativo, el relativo valor de la nostalgia, tan feraces en nuestra biografía como la primera piel que acariciamos, la primera estrella que descubrimos. Somos memoria. Feliz o infeliz pero memoria. Debería bastarnos con haber llegado hasta aquí, con poder firmar decorosamente la página escrita de nuestra existencia, saber firmar sin dolo nuestra autobiografía que es, en el fondo, la común autobiografía de tantos seres humanos, fraguada con amor y amargura, con adioses y esperanzas, con heridas y besos. No existe en la vejez un tiempo de descrédito, de pacto, de silencio; o acaso sí: acaso sea el silencio el último tesoro de quien ha vivido, el silencio que nos permite abismarnos en el recuerdo de cuantos lances han constituido nuestra existencia, leve existencia escrita sobre la superficie del mar, efímera mancha sobre la piel del mundo, tan poca cosa y sin embargo tan importante para la historia como la órbita de una planeta, como el deslumbrante rastro de una estrella fugaz. Eso somos, quizá: rayas en la superficie del planeta, vaho que desaparece en el cristal de la ventana porque ya no es tiempo de mirar hacia fuera y contemplar la vida sino de que la vida, desde el otro lado del cristal, nos contemple a nosotros, se enorgullezca de que hayamos colaborado con cierto decoro al proyecto final, para que todo se fuera cumpliendo lentamente, como van madurando los frutos o sucediéndose las estaciones, como suben las mareas y los viajes llegan al final a Itaca, aquella patria que un día vislumbramos tan lejana, a la que creímos que nunca podríamos arribar, cuando nos dijimos que no merecía la pena intentar la travesía y, sin embargo, nos lanzamos al mar como a los brazos amados y después de sortear monstruos y tormentas y finisterres, alcanzamos por fin el territorio que no es pacto, que no es silencio, que no es descrédito: era, simplemente, la vida.

   
JANO, 2003