El último atardecer

Pensó: “El mundo está en paz”. Había un equilibrio en la primavera que apuntaba delante de sus ojos, una primavera cuyos signos trataba de descifrar con la premiosidad con la que un experto analiza un cuadro o un investigador un organismo microscópico. Marzo se abría como un fruto prometedor, igual que todos los años. Las flores del manzano apuntaban con el esplendor antiguo de su infancia y las acacias amarilleaban los montes con su olor narcótico. Las primeras moscas zumbaban con pereza de una vida ya conclusa, como entendiendo que su destino era un efímero vuelo sin futuro. En el aire, el polen jugaba desordenadamente y bajo el alero de siempre, las golondrinas de siempre habían vuelto a anidar, después de recorrer kilómetros y kilómetros en una absurda travesía que las conducía a un rincón preparado para ellas desde el principio de los tiempos. Saboreaba con calma el vino de la vendimia anterior contemplando los brotes del cerezo, la huerta que renacía a una señal que posiblemente enviaban los dioses desde algún lugar secreto, desde algún lugar sin nombre. El mundo estaba en paz. En poco tiempo, se cuajaría el peral como todos los años, como todos los años las abejas establecerían el baile monótono de sus vuelos, se dormiría la lagartija en el muro enjalbegado y, sin sorpresa, el verano vendría a establecerse con el mismo gesto del gato que ahora se ovillaba a sus pies, observando el ir y venir de la mariposa que escribía en el aire transparente jeroglíficos indescifrables. Sentado en la tumbona pensaba que a veces la vida le suministra a uno instantes milagrosos, dones inesperados pese a estar repetidos, señales de que la descomposición prevista para el futuro quedaba aún tan lejana que cualquiera podía permitirse el lujo de soñar, de establecer en un segundo la duración exacta de la eternidad. En un mundo así, pensó, habitaban los dioses, los antiguos dioses de los poemas épicos y los dioses familiares que propician las cosechas, la placidez de la primavera, la paz de los corazones, el sorprendente amor del que ya habíamos desertado. El girasol inventaba el amarillo del porvenir, las flores diseñaban laboriosos procesos y se dijo que quizá en instantes como aquel, la fe en Dios era una consecuencia lógica, no una apuesta de la sinrazón. Miró en el cielo el vértigo invisible de los vencejos que parecían aviones remotos dispuestos a la travesía homérica, jóvenes Ulises que dejaban atrás Calipsos y Circes para arribar indemnes a una Itaca que no podía estar ya muy lejos. Las uvas empezaban a colorearse en las vides con la lentitud que la existencia requiere, sin urgencias, sin plazos. Pensó nuevamente en la perfección del mundo y repitió: “El mundo está en paz”.
Fue entonces cuando oyó el estruendo fragoroso de las alarmas antiaéreas.

   
JANO, 2004