Febrero, mes de julio

Guijarros infantiles para alcanzar el cielo de la rayuela sobre la tumba, mensajes en billetes de metro, cigarrillos que amarillearon las horas, textos en una hoja de un bloc que la lluvia de ayer habrá borrado, quién vino aquí, desde dónde, para escribir en castellano palabras de complicidad o afecto, quién, desde dónde, hasta Montparnasse a través de qué firmamentos, de qué caminos de grava, la escueta lápida de Beckett, casi ajena, como si los visitantes respetasen el silencio de todos los silencios, hay muertos que reclaman cercanía, proximidad, coloquios de café, otros son distantes o tímidos, algunos –Vallejo, por ejemplo-, provocan una especie de ternura, esa caligrafía de mujer que repetía el verso mil veces recitado, me moriré en París con, contra, desde, nos moriremos todos bajo aguaceros, es la muerte un aguacero interminable y a veces, entre las gotas, cae un pájaro o una metáfora o un algo de nosotros que se agostó al cerrar el libro, desvalido Vallejo a quien la desconocida dedicó unos versos por él escritos, quizá la mujer los escribió sin plagiarlos, previendo su propia muerte un día del que ya tenía el recuerdo y los dos hispanos pasearán de noche, comentarán, ajenos, los homenajes sobre las lápidas, aparta, César, de mí el cáliz de la inmortalidad, mirarán de reojo a Beckett que quiere caminar por un Dublín amado con el odio de siempre, seguir a Pérè Lachaîse, a fin de cuentas la muerte transita por senderos que no se bifurcan jamás, piedras de Julio, aguaceros de César, silencios de Samuel, había también piedrecitas y rosas artificiales en la tumba de Simone y de Jean Paul, qué viejo parece Sartre en la muerte, como una flor del mal de otro siglo, piedras para recordar, para tropezar, para jugar a rayuela porque el cielo está, definitivamente, en la tierra, en este París que contiene tanto núcleo de vida en sus cementerios, bajaba el cielo gris del mes de febrero por los patios a las plazas con múltiples idiomas, a los squares con la dolorosa intimidad de los solitarios, las palomas viejas, sucias, clandestinas, uno ama París por sus excesos, diría Julio, excesos de belleza, de ordenanzas, de s.v.p. esgrimidos en los metros, ama París como ama a una madre con Alzheimer, lo ama pese a quienes lo detestan, ama el tacto escondido de París, ese París permanente y acaso miserable donde un día, muchos días, Julio, César, Samuel, escuchan las canciones apocalípticas de Jim Morrison y después cenan tranquilos en una calle de Bastille, entre obreros jóvenes y negros trasterrados que reinventan el eco de París, el eco de la vida, el eco de la muerte toujours, toujours, toujours recomencée, porque todos los 12 de febrero muere Cortázar en París aunque no llueva.

   
JANO, 2004