Septiembres

Recuerdo los viejos septiembres con la nostalgia de lo que ya no existe. Septiembre era de algún modo el finis terrae del verano, el fin de un tiempo de libertad (que con los años, uno asocia peligrosamente al concepto de felicidad) en el que en la infancia habíamos ido a bañaros a las playas o saltado las verjas de las huertas en los pueblos para robar fruta, buscar nidos o cazar ranas. Agosto se pudría a mediados de mes, con las primeras lluvias o cuando por las noches era necesario echar una manta en la cama. Y llegaba septiembre que era similar a las campanadas de fin de año pero sin la alegría etílica y circunstancial. Uno entraba entonces en un territorio vacío, en un interregno en el que las vacaciones ya no sabían a vacaciones y se acercaba salvajemente el retorno a las aulas escolares, que era como asomarse a un dantesco círculo infernal. De alguna forma, uno dejaba de ser niño al franquear el umbral de ese mes temeroso, entraba en el ámbito de los adultos y debería cumplir con su deber, con el ingrato deber de aprender ríos y afluentes, capitales de países y raíces cuadradas, catálogo de autores y obras más importantes. Septiembre decapitaba con brutalidad el sueño de ser para siempre ignorantes, de ser siempre vagabundos, de conservar los ideales con los que se nutrió el verano: piratas insensibles, soldados justicieros, aventureros que navegaban por el arroyo del pueblo o por la orilla de las playas violando todas las fronteras, transformando el riachuelo en el Orinoco, las pequeñas olas en tormentas del Pacífico. Septiembre se plagaba con canciones de adolescentes que se decían adiós durante un año sin saber posiblemente que era para toda la vida o que cuando se reencontraran ya no serían los mismos; bien mirado, lo escribió Neruda bastantes años antes: Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos . A lo mejor, los veinte poemas de amor y la canción desesperada no son más que eso: canciones de amor veraniegas. Con ese mes en el que se preparaban las vendimias y los avíos escolares, moría algo más que el verano: morían los sueños, que suele ser bastante más doloroso. Y en los meses que teníamos por delante hasta que llegaran de nuevo las vacaciones uno nunca sabía qué podía suceder, quién serías al año siguiente o cómo serías al año siguiente. Hoy ese mes ha perdido el valor simbólico de antaño: la gente lo aprovecha para veranear y a nosotros se nos terminan las vacaciones de golpe, sin que tengamos tiempo para evocarlas. Mueren como un ave en vuelo. Antes uno entraba poco a poco en septiembre y se dedicaba a recordar el mes de vacaciones con nostalgia, con cierta melancolía; hoy uno accede de golpe a la rutina del trabajo y el tiempo de ocio se esfuma como desaparece una pesadilla cuando uno se despierta. Las cosas transcurren con una velocidad premonitoria, la urgencia diaria se impone sin sentimentalismos, no tenemos fuerzas para evocar la felicidad, real o impostada, del tiempo de vacaciones y pasamos por septiembre sabiendo de antemano que ya nunca seremos los mismos.

   
JANO, 2004