Los zapatos

Una persona descalza es una persona muerta. Cuando uno ve fotografías de accidentes de tráfico, de aviones que se desploman como pájaros heridos, de sanguinarios atentados que cuestan la vida de varias personas y nos dejan el amargo sabor de pertenecer a esta raza innoble, siempre aparecen por el suelo zapatos solitarios que las víctimas han perdido en ese tránsito feroz hacia la nada. Están irremisiblemente muertas esas gentes. Si las imágenes de la televisión o las fotografías nos muestran a los accidentados con el pie calzado, aún queda un resquicio para la esperanza, es posible, nos decimos, que esa víctima se salve. Mas cuando vemos los zapatos solitarios en medio de charcos de sangre, sabemos, con una certeza que procede de la intuición, que quien ha perdido su calzado ha perdido también su vida. Si alguien llevara al cine Pedro Páramo los personajes deberían transitar por la película descalzos porque eso atestiguaría que están muertos: no es sólo síntoma de miseria sino señal inequívoca de inexistencia, fantasmas caminando descalzos por los cristales de la muerte. Hay ya una agonía infinita en los ojos desasidos de los miserables que caminan descalzos entre escombros, buscando en los vertederos algo para comer o que les permita un trueque indispensable para su subsistencia. Caminar descalzos es una manera de morirse o de avanzar hacia la muerte. Porque nos descalzamos para dormir, que es acceder a los límites diarios de la muerte, o para pasear por una playa y solemos decir que las vacaciones son (aunque no lo sean nunca) una estancia en el paraíso, donde todos entraremos (si entramos) reverentemente descalzos como en una mezquita. Quizá seamos los zapatos que calzamos y la marca de los que usamos, su precio, dictamine nuestro lugar en el mundo. No debería ser difícil catalogar a las personas por los zapatos que usan; alguien con mediano sentido común y un algo de perspicacia, podría establecer las características de cada uno de nosotros estudiando los zapatos que tenemos. Cada tipo contendría una especie de código genético y hablarían de nosotros más que nuestras miradas y nuestros gestos, tan hechos ya a fingir, a no manifestarse abiertamente. Un dependiente de una zapatería no es sino un psiquiatra clandestino. Cuando salimos de esos establecimientos con los zapatos nuevos, la persona que nos ha atendido sabe perfectamente nuestra clase social, nuestra ideología política y quizá nuestras preferencias sexuales, nuestros puntos débiles y nuestros sueños, la realidad inmediata de nuestra conciencia. Podría incluso servir de soplón a la policía, entregarle una ficha exacta, poner la leyenda “se busca” en nuestro historial. Hay algo terrible en esas fotografías de accidentes, de víctimas descalzas en medio de charcos de sangre, de hierros retorcidos, de restos carbonizados. Un hombre descalzo es un hombre muerto, un hombre vencido, un ser sin futuro y sin esperanza. Acaso calzados no estemos más vivos, ni tengamos más futuro ni poseamos más esperanzas pero siempre nos queda la posibilidad de descalzarnos y morir a gusto.

   
JANO, 2004